jueves, 13 de septiembre de 2007

Un rito de culto


Romapagana, la banda de Andrea Prodan, mostró en Unione e Benevolenza un show de los que ya no quedan muchos. Excéntricos, potentes y ciclotímicos. Imperdibles.

En un capitulo más de las aventuras de Andrea Prodan, el sábado a la noche nos lleva a Unione e Benevolenza. El viejo club de la calle Perón anunciaba la presencia de Romapagana como acto central de la primer velada de septiembre. En este caso ya no se trata de algún proyecto vocal como fue el disco solista del hermano de Luca (“Viva Voce”, 1996) o los geniales Maltratan Hamsters, sino una banda con todas las letras.

Los afiches acusaban un “21 horas puntual” (la idea era mostrar una película antes del recital), pero un problema con el proyector hizo que la espera se estirara hasta casi la medianoche. El televisor del bar servía para que algunos se distraigan con Gimnasia - Independiente, aunque para ser honestos tampoco fue un gran partido.

Lo cierto es que media hora pasadas las once los cuatro hombres enfilaron en mamelucos hacia las tablas. Naranjas para las cuerdas (ya sean cuatro o seis), uno blanco marca Corey Taylor de Slipknot para la bata, y azul para el señor de acento italiano que también se colgaba una guitarra. Se cortaron las cintas de peligro que envolvían al escenario (quedó un barril de Agip y carteles de “Hombres Trabajando”) y el clima fue incresendo a medida que se sumaban instrumentos al jamming que proponían las bases.

Finalmente el ambiente tomó vuelo y se fue transformando en “Ordeñaste, mi amor?”. Si bien los Romapagana se autodefinen como un proyecto de post-punk, para hacer honor a la verdad hay que decir que la cosa es un tanto más amplia. Es que más allá de ponerle un mote, lo distintivo de su sonido es la constante sensación de búsqueda y experimentación arriba del escenario. Con composiciones que le escapan a la canción tradicional para jugar con estructuras desacartonadas que le brindan originalidad a lo que se escucha.

Por más de que se intente no caer en el lugar común, resulta imposible evitar la referencia a Sumo. No por lo estrictamente musical (aunque pueden encontrarse algunas cosas), sino por la manera de plantarse sobre el escenario, con una energía y excentricidad de las que no se encuentran todos los días. Y lo mismo sucede a la hora de buscar otros paralelos, en donde las similitudes aparecen más por actitud (Frank Zappa o Mike Patton por ejemplo), que por lo estrictamente musical.

Y es que más allá de algunos guiños a lo que fue la new wave, lo principal es esa euforia y desenfreno sobre el escenario, que no por ser visceral deja de ser elaborada, sino todo lo contrario. De hecho, explota al máximo las dos. Y en esa conjunción, cada instrumentos juega un papel central. Sin que uno termine por hacerle sombra a otro, logra hacerse sentir cada uno en lo individual, permitiendo que la voz de Andrea vaya de un lado para otro alterando a gusto y piacere el clima de los temas. Desde lo más intimista a la máxima estridencia sin demasiados preámbulos.

Más allá de lo intimista del show, catalogarlo de under sería subestimar la propuesta de Romapagana. Se trata más bien de un secreto de culto, que más allá de no tener un destino masivo (por empezar, cantan en inglés), recomendable no sólo para los adeptos a Sumo sino a cualquier oído ávido de nuevos sonido y propuestas que escapen al conformismo de la escena actual. Sería una pena que dentro de algunos años, te terminen contando que cuando Miranda llenaba el Luna había una banda casi incatalogable, que daba uno de los shows más enérgicos de la ciudad. Después no digas que no te avisamos.

Foto: Romapagana

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